Resumen: Durante el siglo XVII, los castillos medievales en pequeño, con torres, almenas y fosos que los rudos y temerosos conquistadores y sus descendientes construyeron, fueron cediendo paso a una ciudad de hermosas casas de estilo renacentista, plateresco y mudéjar y templos dotados de bóvedas y cúpulas doradas, la que describiera Bernardo de Balbuena, testigo de la transformación, en su Grandeza mexicana: "Toda ella en llamas de belleza se arde,/ y se va, como fénix, renovando,/ que es ver, sobre las nubes, ir volando,/ con bellos lazos, las techumbres de oro/ de ricos que se van labrando."

La nueva urbe tuvo también una hermosa coloración. Fue entonces México una ciudad de rojo y blanco, bicromía preciosa y rara que se debía a la cantera blanca llamada de chiluca y al tezontle, piedra que se extraía del cerro de Santa Marta y que sorprendió a los europeos: "piedra finísima, colorada y peregrina en el mundo" la describió una cronista; y un poeta, Solñis Aguirre, dijo ella: "Da la materia a tanta arquitectura/ una piedra que en sangre está bañada..."

Tal fue la ciudad donde vivieron sor Juana, Carlos de Sigüenza y Góngora, el arzobispo virrey Aguiar y Seixas, de quien dice De la Maza "era más de manicomio que de palacio" Guillen de Lampart, el irlandés que deseó la independencia de México, el bandido generoso Martín Garatuza, la "Monja Alferez" y Antonio de Benavides, el Tapado.

La ciudad y sus habitantes, las inundaciones, la Universidad, conventos, parroquias y hospitales, pasan revista en este libro que, dentro de su condición, ofrece el ameno retrato de un siglo.