Resumen: En 1949 conocí una mañana en Fortín de las Flores a Gabriela Mistral. Chocó la primera impresión que me produjo la celebérrima escritora, con la dulzona imagen que yo tenía preconcebida. Y luego, a lo largo de nuestra amistad, también se acentuaron más y más las oposiciones entre lo que de ella iba descubriendo y la estampa convencional que circulaba en los ambientes literarios y del magisterio.
Gabriela era absolutamente distinta de cómo se le conceptuaba, en nada coincidía no tenía que ver con su arbitraria leyenda. Y yo quisiera contar cómo la vi, aunque acaso también esta versión acabe por resultar otro mito.
No voy a referirme a sus poemas espontáneos de incomparable fuerza áspera que roza con lo sublime; ni a esos otros versos de encargo, artificiosamente azucarados; porque lo interesante de Gabriela es su persona: el mejor de sus poemas era ella misma.