Resumen: Misteriosa, como la sombra que entre sueños indicara a Alejandro el Grande de la guía de una ciudad espléndida y tan pródiga que después de milenios continúa fascinando por su carga de dioses humanizados y de hombres divinizados, la Antigüedad no es lo que podría considerarse una fecha o siquiera estación de la vida social, sino surtidor de imágenes, de lecciones y de ideas que invariablemente se congregan en la fantasía de quien busca sin saber qué busca.
Tal vez en este alfabeto de mi Antigüedad personal se aloje algo de certidumbre. Tal vez. ¿Cómo saberlo? ¿Cómo falsear o verificar lo que sólo corresponde a lo inmemorial? A más remontada autores y escritos, más y más me convencía de que el saber es espiral de voces, confusiones y deseos; que por sobre la fidelidad a la escritura ha dominado la tentación de enmendar, agregar, multiplicar o restar, ahí donde una inteligencia apasionada, que bien pudiera llamarse Hipócrates o Aristóteles, Eurípides o Isócrates, trazara en palabras una idea, una emoción o la metáfora con la que habría de emprender la inagotable trayectoria de la cultura.
Acaso por modificar la costumbre del temor a lo literario, a lo bello y a cuanto se relacione con imaginación o saber, me atreví con estas figuraciones en un programa cotidiano de radio. A pesar del prejuicio y de la pequeña cobertura de Opus 94 en el Distrito Federal, las que sirvieran de Noticias de la Antigüedad para el Instituto Mexicano de la Radio, fueron despertando poco a poco el interés de un auditorio tan disímil y sugestivo como ésta, mi verdadera Memoria de Antigüedad.